“La salud mental no se aborda solamente con hospitales y medicamentos”
Relato en primera persona acerca de un sufrimiento que padece mucha gente en el país.
Escribe: Paulina Velázquez
Mi nombre es Paulina. Tengo 29 años. Me medico por ansiedad y depresión desde los 27 años. Hace unos meses, un diagnóstico final indicó que soy una persona con trastorno por déficit de atención e hiperactividad. Hoy me encuentro en un proceso de sanación mental y reconexión interpersonal.
Les cuento mi historia:
La primera vez que fui a una siquiatra fue en enero del 2018. Había decidido consultar después de un ataque de ansiedad, el 25 de diciembre del 2017 en pleno feriado navideño pintando un mandala.
Tenía mucho miedo de ir porque no quería que me medicara, pero claramente necesitaba ayuda para calmar los ataques que eran mi pan de cada día.
Entré y lo primero que le dije a la siquiatra fue: Vengo porque creo que tuve un ataque de ansiedad, pero yo no quiero medicarme, tengo miedo. ¿Miedo de qué?, me preguntó la siquiatra… De no poder dejar después, de tener que aumentar la dosis cada vez más, de dejar de ser yo, le respondí.
Todos mis miedos eran producto del estigma, de las películas, de la connotación negativa de la palabra siquiatría. Ella, muy acostumbrada a este tipo de estigmas, me dijo con tranquilidad: Cuando un órgano del cuerpo se enferma, inmediatamente vamos al médico y tomamos las precauciones correspondientes.
Si tenemos deficiencia de minerales, tomamos pastillas de vitaminas, si nos da neumonía, nos internamos, si nos duele la cabeza, tomamos una aspirina… ¿Por qué cuando el órgano que se enferma es el cerebro no queremos medicarlo?
El cerebro, al igual que los otros órganos, se enferma o tiene fallas, y para esto es que vienen desarrollando tratamientos y medicamentos. La siquiatría también evolucionó.
Los medicamentos se prueban hasta encontrar uno que sea adecuado para el paciente, y ese es el proceso tedioso de la siquiatría; después te ayuda a regular lo que sea que tu cerebro necesite.
Un test y unas preguntas que ella me hizo indicaban que estaba sufriendo a diario ansiedad y depresión severa con ataques de angustia. Su recomendación fue que tomara un mes de permiso en el trabajo para comenzar mi recuperación.
El permiso no fue posible, pero desde entonces el alprazolam y la fluvoxamina melato me acompañan. Y puedo dar fe de que a partir de esto, mi calidad de vida fue mejorando.
Yo pensaba que tirarme a llorar todos los días al piso en casa o en el baño del trabajo era algo que debía avergonzarme. Pensaba que quedarme sin aire, golpearme la cabeza contra la pared o con los puños, no poder parar de llorar, querer morir todo el tiempo, era parte de mi personalidad.
Me crié con un padre que sufre de trastorno narcisista y una madre que ‘no podía hacer mucho’, en una estructura familiar donde el padre es ‘la cabeza de la casa’ y el resto debe acatar lo que dicta esa figura. Crecí en una cultura familiar religiosa que vivía en las costumbres y tradiciones judeo mesiánicas. La crianza con el trastorno Narcisista con manifestaciones autoritarias de mi padre me dejó heridas mentales muy marcadas que estoy sanando y desaprendiendo de a poco.
Me castigaba en silencio por no poder hacer nada bien, nunca me sentía capaz para nada. De a poco, nada de lo que hacía valía la pena, nada tenía sentido. ¿Por qué vivir? ¿Para qué vivir? ¿Para qué esforzarse? ¿Para esto nomás vine al mundo? ¿Para sufrir? Dejé de ver películas a los 13 años porque me lastimaban; ‘la vida no es así’, pensaba.
Mi primer intento de suicidio fue a los 12 o 13 años y desde ahí las ganas de morir me acompañan siempre. Me llevaron a una psicóloga infantil y la vida siguió. Se acercaban mis quince y yo fantaseaba con hacerme un 15 años suicida. Tenía planeado matarme con algún veneno o cortándome o colgándome y dejando una ‘Carta Casete’ con algo que había escrito y la música ‘perfect’ de Simple Plan. Pero era muy cobarde y no sabía si ‘el castigo divino’ sería peor.
‘Por fin se divorciaron’, pensé el día en que nos dijeron que tomaron esa decisión. Pensé que estaríamos un poco más en paz, pero no fue así.
Odiaba la vida. Pero no me quería matar. Yo solo quería dejar de existir, en paz, sin dolor. ‘Lo único que te pido es paz’, ‘ya no quiero más, por favor, me quiero bajar’, me repetía en mis adentros despacito sollozando mientras lloraba acurrucada en el piso de mi pieza todos los días.
Quería poder parar, un ratito, un día, sentir que en mi espalda no había peso. El cuerpo me dolía y no tenía a dónde escapar. Pero me pesaba más el dolor que me producía la idea de dejar a mi mamá y a mis hermanos si me mataba; entonces sobreviví con un objetivo fijo en la cabeza: dar a mi mamá y hermanos una vida feliz.
Seis años de noviazgo con un abusador aspirante a rabino de sinagoga también marcaron mi existencia. Me prohibía hablar de nuestra relación y me cortó contacto con los pocos amigos que había hecho. Utilizó la religión para manipularme. Yo ya no solo era un ‘desastre’ de persona, sino que también ‘estaba en falta con Dios’ por no ser mujer sumisa, por cortarme el pelo corto o por vestir poco femenina. Tenía prohibido hablar con otros hombres, otras personas, así que todo el maltrato mental que viví me tuve que tragar…
Me volví actriz. Ahogando las ganas de llorar en el trabajo o en la universidad, yo era la chica ‘más loca, arriesgada, divertida, simpática, avasalladora, de carácter fuerte, hermosa e inteligente’, pero llegaba a casa y lo único que quería hacer era llorar y morir.
Un riesgo de cáncer de cuello uterino por HPV me salvó de seguir con el abusador. Una infección de transmisión sexual que contraje gracias al ‘rabino’ y su ‘compromiso’ con nuestra relación. Ese fue el punto de inflexión para quitarlo de mi vida.
Sola, casi sin amigos, sin tener a dónde o a quién acudir, sin tener plata ni un refugio estable, comenzó para mí una época de mucha disociación mental. No sabía diferenciar lo que era real, lo que era mentira. Todo parecía un engaño. No sabía en quién confiar, el mundo estaba lleno de actores y actrices jugando un papel sin sentido y yo tenía que correr detrás de eso con o sin estabilidad mental, porque tenía que trabajar para vivir.
Había escrito que ‘la tristeza es más tabú que hablar de sexo’ porque si mi jefe se enteraba que estaba desesperadamente triste y al borde del suicidio, probablemente perdería el trabajo.
El cansancio que tenía era doble: por tener que hacer cosas estando al borde de la locura y por tener que fingir felicidad.
‘¡Qué linda, qué flaca estás!’, escuchaba casi siempre; lo que no sabían era que la depresión y angustia me quitaban el apetito. En un tiempo se volvió: ‘Che, estás muy flaca ya, parecés enferma’.
Y estaba enferma, solo que yo no sabía. O sí sabía, pero me autosaboteaba porque ‘no te hagas, vos solo querés llamar la atención, no te falta nada, te haces la que sufre…una estúpida débil lo que sos, hay gente que sufre de verdad’; crecí escuchando estas frases en mi entorno familiar y en mi propia cabeza. Leí sobre depresión y sobre ansiedad pero igual ignoré porque ‘no te hagas la víctima, hay gente que sufre en serio’.
La fuerza que tenía para aguantar como estuve aguantando mi vida hasta ese momento se me estaba acabando claramente. El insomnio que siempre me acompañó competía consigo mismo para ver cuántos días podría dejarme sin dormir. Tres días seguidos sin pegar un ojo fue el record. Durante ese tiempo tenía ataques de angustia tres veces al día. La gastritis, diagnosticada a los 12 años, que había padecido toda mi vida estuvo en su peor momento. Desbalances hormonales a causa del estrés crónico, consecuencia de la depresión, me llevaron a estar en tratamiento durante 1 año y 6 meses por candidiasis crónica. Mi vida sexual con mi pareja fue al tacho. Comencé a faltar cada vez más al trabajo por problemas de salud. Y a los 25 años tuve mi primera consulta por hemorroides.
Cayendo en picada al punto más bajo de mi vida, a los 26 años consulté por primera vez con la siquiatra porque, intentando relajarme en navidad del 2017 pintando un mandala en casa, tuve un ataque de ansiedad que me endureció el cuello, me dejó sin aire y me largué a llorar sin parar.
Y así volvemos al inicio del relato.
Lo bueno es que hoy me encuentro en un proceso de sanación y de introspección. Este proceso pudo darse gracias a dos factores: conocí a la persona adecuada, en el momento oportuno, que me ayuda hasta hoy en mi sanación, y a la medicación.
Para terminar, quiero pedirles algo: hablen con sus compañeros de colegio, universidad, trabajo, amigos, jefes o subordinados. Mi historia no tiene nada de especial porque, aunque con causas diferentes, es la historia de muchas personas de aquí y de otros países del mundo. Todos estamos sufriendo en silencio y el individualismo no nos lleva a ningún lugar feliz. Empatizar con el otro necesita que entiendas que todos viven ‘historias densas’. Mi historia no es más densa que la de tu vecina o amigo, y seguro no es más que tu historia.
Este material fue publicado originalmente en el medio E’a en noviembre de 2021.
En el caso de alguna crisis, es importante pedir ayuda profesional. El Ministerio de Salud Publica y Bienestar Social, a través de la Dirección de Salud Mental, pone a disposición un directorio de profesionales en este enlace.